Editorial 26 2

ARTROSCOPIA | VOL. 26, N° 2 | 2019

EDITORIAL

Otra historia de consultorio

Santino es un herrero de apenas 80 años, como el mismo me advirtió ni bien se sentó en la cuarta silla que tuve que agregar dentro de mi consultorio. Desde el sur de la provincia de Buenos Aires, después de cuatro horas de viaje, alterando tren con colectivo y mucho caminar porque “hace bien para los huesos” me dijo, llego con su mujer, Reina, su hija Carlota y sus dos nietos, Carlo y Benito.
Me sentí distendido y a gusto ni bien se acomodó con su familia, habían llegado felizmente y a tiempo para la consulta al corazón de Barrio Norte, “otro planeta”, según Reina.
A esa altura y después de un larguísimo día de consultas, que en un país convulsionado y en crisis permanente como el nuestro, parece que estuvimos ahí dentro, no uno sino dos días, solo quería emprender el camino a casa y no escuchar ni responder ninguna pregunta más, quería meterme en mi auto a escuchar solo, mi nueva play list de mantras tibetanos.
Mantra es una palabra sánscrita que se refiere a sonido, es una oración que se canta o se recita, es repetitiva y muchas veces algo monocorde. Altera la conciencia, armoniza, centra nuestros pensamientos, bueno por lo menos lo logra con los míos, algo perturbados y desordenados después de tanto batallar con la humanidad, la ciencia y mi intolerable ego.
Se apuró en alardear acerca de su supuesta juventud, sabiendo lo que quería, tenía claro que debía convencerme ante todo que ya no era descartable, que le quedaba mucho por hacer y traía a su equipo de admiradores desde tan lejos para que no quedaran dudas que yo estaba ante la presencia de un verdadero Higlander, quizás el ultimo inmortal, pero de las tierras del sur.
Había deambulado sin pena ni gloria por infinidad de consultas médicas, llevaba a cuestas su brazo derecho con una pseudoparalisis, que no le impedía seguir calentando el metal para después golpearlo con la fuerza necesaria y darle forma. Le pregunte como lo hacía, teniendo su brazo dominante casi totalmente inutilizado, fácil, me contesto, tengo mi brazo izquierdo y a Reina, mi compañera por más de 60 años, que en realidad se llama Clara, pero yo le puse Reina, porque eso es lo que representa para mí y mi familia.
Reina o Clara al igual que él, tenían las manos deformadas, los dedos se parecían más a los mismísimos metales que ellos calientan hasta poder deformarlos, sus cuerpos eran robustos, pero ya encorvados por el oficio. Sus miradas eran limpias, no me exigían, no me estaban probando, no habían buscado en internet o en LinkedIn mis pergaminos como cirujano de hombro. Solo habían venido a verme, porque el medico de su pequeña ciudad, en quien confiaban, me había conocido.
Los herreros, me dijo con orgullo, tenemos una de las pocas ocupaciones en donde nosotros mismos fabricamos las herramientas que usamos, la forja, el yunque, las tenazas, los moldes, todo lo hicimos con nuestras propias manos, advirtiendo que mi mirada se había detenido por un momento en ellas. Nunca las escondió por vergüenza, sabiendo que ya no hay más jabón que pueda emprolijarlas, al contrario, las tenía levantadas hacia mí, como un cura que reza el padre nuestro bendiciendo a sus feligreses.
Ya no tenía tanto apuro por escapar hacia mi aislamiento con mis mantras, la atmosfera de mi consultorio había cambiado, nos podíamos comunicar, hablábamos, pero también escuchábamos, que raro parece eso en una sociedad moderna que solo está pensando en el próximo discurso sin prestar atención ni mostrar el mínimo interés a lo que nos están diciendo.
El motivo de la consulta, sus pseudoparalisas, ya no era solo eso, ya no significaba solamente la imposibilidad de elevar su brazo por encima de los 90 grados, habíamos logrado ordenar nuestros pensamientos como el más famoso mantra budista: Om mani padme hum, mantra de las seis silabas del bodhisattva, de la COMPASION.
Lo revise con respeto y dedicación ante la atenta mirada de Carlo y Benito, nietos y guardianes a la vez de ese hombre que seguramente representaba su tesoro, la historia de sus cimientos, su ídolo indiscutido por delante de cualquier ídolo moderno, tan efímero y resultadista que solo esclaviza prometiendo felicidad sin nunca darla.
Examine con detalle las radiografías y la resonancia magnética nuclear que me había traído de su hombro derecho, nadie hablaba ni preguntaba nada mientras yo lo hacía. Había un respeto extraño e increíblemente incómodo, para mí, ante semejante acto de educación, acostumbrado a una comunidad mal educada a la cual también pertenezco.
Esa atmosfera de comunicación y respeto mutuo me estaba ayudando a definir la reparabilidad o irreparabilidad de una ruptura masiva retraída hasta más allá de la glena, que, el golpear duro el hierro a lo largo de tantos años, habían producido.
Les propuse colocar una Prótesis Reversa, sin dejar de sentirme algo contrariado, como buen artroscopista que soy, por no poder salvar esa articulación gleno-humeral que tanto había trabajado, ayudando a forjar una personalidad, poniendo el pan en la mesa, asegurando un futuro de dignidad y convirtiendo a ese italiano rudo, en un ser capaz de dar mucho más que lo que quiso recibir a lo largo de su vida.
Ya en mi auto rumbo a casa, no necesito escuchar ninguna oración, el silencio me conmueve, solo quiero poder no necesitar nada más que un yunque y un martillo para poder ser feliz.

Fernando Barclay
Editor en Jefe Revista Artroscopia